Tere González y Ponciano Sanz, en el comedor del bar de Novales del que se despiden este 31 de diciembre.
Ponciano Sanz y Tere González, vecinos de Grañén, se jubilan hoy, 31 de diciembre, tras toda una vida dedicada a la hostelería. Una trayectoria construida a base de madrugones, barras llenas y un trato cercano y personal que ha dejado huella en clientes y amigos.
La última de sus jornadas laborales transcurre en el bar de Novales, situado al pie de la carretera A-131, entre Sariñena y Huesca, que han regentado durante los últimos 17 años junto a uno de sus dos hijos, Jorge. Hoy es día de limpieza y recogida. Tere apura las horas en la cocina y Ponciano carga algunos enseres en la furgoneta. «Ayer ya nos despedimos con champán y abrazos», cuenta el hostelero. A sus 73 y 72 años, respectivamente, afrontan el cierre definitivo con la misma capacidad de esfuerzo y constancia que ha marcado toda una vida dedicada a la hostelería, y con la satisfacción y el orgullo de «haber dejado el listón muy alto».
El matrimonio es de sobra conocido en Los Monegros, especialmente por su larga etapa al frente de Casa Cajal, el establecimiento situado en la Plaza de España de Grañén donde se forjaron como hosteleros y dejaron una profunda huella en la vida social del municipio. En 1964, la familia de Ponciano Sanz se hizo cargo del negocio, que contaba con bar, restaurante y fonda, y al que Tere se incorporó tras su matrimonio, en 1977.
Tras el cierre de Casa Cajal, hace ya casi dos décadas, el matrimonio dio continuidad a ese mismo espíritu emprendedor al hacerse cargo del bar de Novales. «Nos lo pidieron casi por favor, porque conocían nuestra trayectoria y buen hacer», recuerda Ponciano. La idea inicial era clara: «Estar tres o cuatro años, hasta cumplir los 65, y jubilarme. Pero luego nos dio pena dejar sin trabajo a los empleados y, además, yo me veía con fuerzas para seguir unos años más». En total, ha trabajado 60 años como hostelero, toda una vida. Por cuestiones de salud, Tere estuvo apartada del negocio un tiempo, pero luego se repuso y volvió al frente de la cocina.
«Nos reenganchamos al trabajo y lo hemos hecho a tope, llenando todos los días», señala Ponciano, consciente de que su lugar natural siempre ha estado detrás de una barra. «Ahora no sé lo que haré con tanto tiempo libre», reconoce. La despedida ha estado cargada de emociones, abrazos y buenos deseos. «Nos han hecho muchos regalos y estamos muy agradecidos por la acogida que nos han brindado en el pueblo y por la fidelidad de nuestros clientes», añade el hostelero.
A lo largo de más de cuatro décadas, por sus bares han pasado empresas, trabajadores y viajeros de todo tipo. «Hemos trabajado 40 años con empresas muy asentadas, entre ellas Áridos Boiria, Hormigones Grañén o Mazana», enumera Ponciano. «Todas han pasado por nuestra casa y, por supuesto, todas se han llevado lo mejor de nosotros mismos: profesionalidad y el mejor trato», subraya. En Novales, además, el bar se convirtió en parada habitual de camioneros, clubes ciclistas e incluso moteros de Aragón y Francia, atraídos en este último caso por su propietario, gran aficionado al mundo de las dos ruedas.
Su trayectoria en el mundo de la hostelería ha estado marcada por la constancia, la buena mesa y el trato cercano. «La cocina de Tere ha sido imprescindible», reconoce Ponciano. Una cocina siempre casera, sin atajos. «Aquí nunca ha entrado un bote de legumbres ni productos precocinados», afirma. Como ejemplo, recuerda que ni siquiera ha trabajado con olla exprés. «Venía un señor a vendernos una perola para hacer lentejas en dos minutos. Estuvo viniendo diez años y no consiguió venderla». La cocina lenta, cuidada y constante ha sido su seña de identidad. «La gente valoraba eso, la comida casera», señalan.
Además, esa atención al detalle se trasladaba también al trato con los clientes. Tere sabía a quién le gustaban especialmente sus croquetas caseras y nunca faltaba una de aperitivo. A los fieles de su sopa o de sus paellas, les preparaba algún táper para llevarse a casa. Junto a estos gestos, dominaba platos que se convirtieron en auténticos clásicos de la casa, como el rabo de toro o los cayos.
Tere y Ponciano, junto a su hijo Jorge y Ana Bibián.
El trabajo, además, ha sido intenso y sin apenas tregua. «Todos los días del año», recuerdan. «Hasta hace medio año no cerrábamos ni los domingos», explica Ponciano. Las dificultades para encontrar personal y los cambios en la normativa laboral también han pesado en la decisión final. «Está muy difícil», señala. «Hay que cumplir con los días de descanso, gestionar altas y bajas, asumir cada vez más trámites… no es sencillo». En este camino, el matrimonio quiere destacar la labor de su equipo, en especial la de su segunda cocinera, Ana Bibián, y, por supuesto, la de su hijo Jorge, de quien aseguran que es capaz de sacar adelante él solo todo el comedor.
Su trayectoria está también llena de historias humanas y anécdotas que van mucho más allá del bar. Por sus establecimientos han pasado personas muy distintas, a las que siempre han intentado ayudar de una u otra manera. Además, entre los recuerdos más duros, Ponciano rememora el día en que, junto a otro vecino de Grañén, Román Biarge, intervino para rescatar a un niño de un incendio en una vivienda cercana. Y entre los episodios casi increíbles, aquel en el que, de forma improvisada, dieron de desayunar a 400 personas tras una huelga en Renfe que los llevó hasta su bar de golpe.
No todo ha sido fácil en el camino. En 1999, Tere tuvo que hacer frente a una enfermedad dura y prolongada, de la que finalmente ha recibido el alta. Aun así, estuvo ligada al trabajo durante buena parte de ese tiempo. «No sé si sabré hacerme a mi casa; siempre he vivido en un bar», confiesa.
Hoy bajan la persiana con la emoción a flor de piel y la tranquilidad de haber cumplido. No saben aún cómo será la jubilación, pero sí tienen claro lo que dejan atrás: una forma de entender la hostelería basada en el trabajo, la cercanía y la dignidad del oficio.
La jornada del martes estuvo regada de abrazos y champán.
